Era una chica feliz pero no tenía nombre. Íbamos de la mano porque no teníamos ningún motivo para no hacerlo. No teníamos historia, así que he decidido inventarla. Todo es mucho más fácil cuando sale de tu cabeza. O sea, de la mía.
No tenía nombre, y eso era peor que no tener voz. Se miraba al espejo y veía la sombra de unos ojos que no dejaban de llorar por pensar que no tener nombre significaba no ser nadie. Tenía miedo a dejar de existir para los demás. Incluso para ella misma. Se miraba en el espejo y se tocaba los labios con las manos, la frente; cerraba un ojo y se tocaba el párpado mientras miraba azul con su otro ojo. Mientras miraba azul una lágrima que cristalizaba su apariencia. Mientras veía su muerte acercarse, segundo a segundo, paso a paso, cielo a cielo.
No tener nombre es casi peor que no tener cuerpo. Ella era una chica feliz mientras lloraba porque no le dolía sentirse triste. Su felicidad se basaba en ver el vaso, daba igual si estaba lleno o vacío: había un vaso que mirar y del que beber. Había un vaso en el que derramar las lágrimas. Eso le gustaba y por eso era feliz.
Contó hasta diez susurrando, muy bajito, para que nadie le oyera (aunque siempre estuviera sola). Yo apreté su mano y miré sus ojos lluvia antes de decirle que diez no era suficiente. Sonrió con esa sonrisa dulce que le salía cuando no podía evitar sentirse culpable y me dijo que diez era demasiado. Tienes que creer en la magia, le dije yo. Apreté su mano y salté sin soltarla. Ella saltó conmigo.
Despertamos juntos en un tren. Su cabeza estaba apoyada sobre mi pecho y me daba un poco de pena. Sabía que pronto se acabaría todo para ambos, que desapareceríamos para siempre, que nuestras vidas eran luciérnagas sin luz, polillas alrededor de una bombilla que parpadea, a punto de fundirse. Deslicé la yema de dos dedos por su cara, y eso que no me gusta nada usar el verbo deslizar. Aparté un mechón de pelo de su mejilla, soplé. El tren llegó a su destino, que era el nuestro. Bajamos y seguimos a la multitud. A la muchedumbre. Nos dejamos llevar por la corriente como si fuéramos parte de ella. Un paseo a pie, un trayecto en barca, un castillo, un salón enorme y, por fin, un gran comedor.
Ella era feliz, aunque no tuviera nombre. Fueron subiendo personas, de uno en uno. Los nombres iban fluyendo. Luna Black. Tom Lestrange. Victoria Gaunt. Stuart Peverell. Elena Prince. Nombres, nombres, nombres. Subían de uno en uno al escuchar su nombre, iban siendo repartidos. Casas, nombres, magia. Fue mi turno. Escuché mi nombre, subí, casa, bajé. Ya estaba. Más nombres, más gente. Agarré de la mano a la chica sin nombre. No te vas a quedar sola, susurré en su oído. Ella era feliz incluso sola pero tenía miedo a ahogarse en sus propias lágrimas cada vez que sonreía.
Nos quedamos hasta el final, agarrados de la mano. Todos se fueron, repartidos ya. Nos acercamos y preguntamos qué podía hacer, dado que no tenía nombre. Habría que asignarle un nombre, dijeron, antes de asignarle una nueva familia, unos nuevos amigos y una nueva vida. Estábamos hablando de magia. Probaron varios nombres, pero ninguno funcionaba en ella. No puedes tener un nombre, le dijeron, pero sí podemos darte una casa. Amarillo y negro. Lealtad, nobleza, bondad. Sí, era perfecta para ella. Sin embargo, nos habían separado. Yo era la serpiente y ella el tejón. No había nada que hacer.
Debíamos seguir a los demás, así que quise despedirme de la mejor manera que sé. Ella era feliz, un par de lágrimas surcaban sus mejillas, una en cada una. Besé una lágrima, luego la otra mejilla, por último la frente. Sonrió y me dio un abrazo sin nombre, azul y sincero.
Había llegado la hora de creer en la magia.