19 agosto 2017

«Felicidad es maravillarse, felicidad es soñar»


Lo dice Edgar Allan Poe en su relato Morella. Y yo quiero ser feliz: quiero soñar, maravillarme. No sé si lo estoy haciendo bien. A veces vivo pesadillas. Dentro de mi cabeza, sí, pero despierto. Dicen algunos rumores que Poe se suicidó por depresión. He querido escribir «qué suerte», pero mejor no lo escribo. La vida y la muerte sólo se ven distintas desde cada uno de los puntos de vista, no desde el filo. No desde el límite.

Hay una carta en el buzón que dice que si te cortas un brazo y consigues no desangrarte te regalan un millón de euros. ¿Cuánto vale tu brazo? ¿Cuánto podrías arriesgar por dinero? ¿La vida? El sobre no va dirigido a ti. Va dirigido a tu pareja. Te dejó hace tres meses y te abandonó. Ahora vives sin querer vivir y no dejas de beber. Todas las noches, cuando vuelves a casa de tu trabajo de mierda a media jornada por el que cobras quinientos pavos. Te da para pagar el alquiler y para comprar alcohol barato. A veces compras también algo para comer, porque digamos que el cuerpo lo necesita, aunque tú no te des cuenta.

Quieres maravillarte, quieres soñar, y recurres a las drogas: es la vía fácil. Lo tienes todo controlado: setas, hierba, tripi, emedemeá, coca... Pero todo en su dosis adecuada, no hay que pasarse. Estás en el sótano de la casa de tus padres. Tienes 17 años y toda la vida por delante. Te fumas un porro que te sabe tan bien y te sube tan fácilmente (porque no has comido nada en todo el día y son las ocho de la tarde) que empiezas a volar. No te das cuenta de cuándo te terminas el porro, pero de pronto te encuentras en el suelo, con la mente maravillada, mirando la colilla como si fuera lo más precioso que has visto jamás. A duras penas te levantas y vas a la vieja mesa. Te haces una raya. Preparas la nariz y te das un viaje. Sientes que te caes al suelo, pero te mantienes en pie sin saber cómo. Empiezas a reír, aunque nada te hace gracia. Pasan las horas y no sabes lo que has estado haciendo, pero tampoco parece que hayas hecho mucho. Ya no está el cuadro de tu madre en la pared, pero no te preocupa demasiado. Quieres probar el LSD, pero te dices que vas demasiado hasta arriba y que te puede sentar mal, así que vas a por las setas. Piensas en Edgar Allan Poe. Piensas en tu soledad y en tu mierda de trabajo. De pronto no estás en casa de tus padres porque no tienes 17 años, sino que vuelves a tener tu edad y estás sobre el váter de tu baño, con un charco de vómito a tu alrededor. Huele mal.

Se enciende la luz y despiertas de golpe. Un grito ensordecedor suena a tu alrededor y miras a todas partes. Necesitas que pare, pero no sabes que está dentro de tu cabeza. Saltas de la cama y corres en pelotas por la habitación buscando de dónde procede ese horrible grito. No debería haber nadie gritando porque no hay nadie en casa. No hay nadie. No estás tú.

El centro psiquiátrico no abre sus puertas los domingos, por favor, vengan a comprar sus entradas mañana. Tenemos un dos por uno si compran las entradas por internet y los menores de 12 años entran gratis. Es obligatorio que vengan acompañados de su mascota o su tutor legal.

Son las tres de la mañana y no tienes nombre. Sabes que no tienes nombre, pero no sabes por qué. Recuerdas cuál era tu nombre, pero sabes a ciencia cierta que ahora ya no lo tienes. Intentas llamarte, pero no sabes cómo. ¿Mary? ¿Edgar? Nadie contesta. Por lo menos ya no hay ningún grito en tu cabeza. No estás ya en soledad, están contigo los fantasmas. Los fantasmas con los que llevas toda la vida hablando. Esa amiga imaginaria a la que acabaste matando por envidia, ese amigo imaginario que se voló los sesos con una pistola imaginaria mientras tú estabas en la ducha y no le prestabas atención. Esos y todos los demás fantasmas te acompañan. Silencio. No tienes nombre, pero sigues conservando la vida.

Suena Beethoven. Te gusta la música. Te preguntas si te gusta la música. Te preguntas si te gusta respirar. Tienes hambre, pero no tienes comida. Piensas en comerte los dedos. Hace un frío horrible en esta montaña. Nadie va a venir a rescatarte. Piensas que si empiezas por los de los pies, que se te congelarán los primeros, podrás aguantar un par de días más. Quizá ya estés en la tumba y esto lo estés soñando. Quizá te han enterrado con vida.

Nadie que se haya suicidado ha demostrado arrepentimiento después. Sólo se han arrepentido los que no lo han logrado: los fracasados. Has venido a maravillarte, has venido a soñar.

Ha llegado a su destino, se oye por los altavoces. Le damos la bienvenida a FELICIDAD.