La caja no podía estar vacía. Pesaba demasiado. Él estaba de limpiador y a veces se encontraba cosas. Esa noche el aeropuerto estaba prácticamente vacío. Y ahí estaba la caja, sobre una silla vacía. Le pagaban doscientos cincuenta por cuatro horas. De doce a cuatro. Eso no le daba para comer.
Estaba viviendo con su novia, amiga de su prima Alba, en un apartamento cerca del aeropuerto. Ella pagaba el alquiler, aunque estaba a nombre de él.
Volvamos a la caja. Era una caja de diseño. No estamos hablando de una caja de cartón. Era metálica, de esquinas redondeadas, de color plateado. Y estaba cerrada herméticamente. Tenía una apertura mínima en uno de los bordes, pero aparte de eso no tenía nada más. Ni una cerradura, ni una pantalla, ni un teclado para poner una clave, ni una ruedecilla como las de las cajas fuertes. Era completamente plana. Y pesaba.
La cogió entre sus manos. De pronto su mente pensó que era como coger al hijo de Alba. Tenía siete meses y era un pequeño gordo llorón. Sin embargo, esta caja estaba totalmente callada.
No había nadie en esa zona del aeropuerto porque no había vuelos programados para esa zona hasta las siete de la mañana. Miró a ambos lados para ver si había alguien. Nada. Agitó la caja. No notó que se moviera nada. La acercó a su oreja derecha para intentar escuchar en el interior. Nada.
Volvió a dejar la caja sobre el asiento y siguió fregando, empujando su carro, haciendo su trabajo. Ya tenía algo en lo que pensar durante las tres horas y media de trabajo que le quedaban. ¿De quién sería esa caja? Tal vez era una especie de caja fuerte de algún banquero despistado que...
De pronto, el temporizador que había en el interior de la caja llegó a cero y el artefacto explotó. Todo el aeropuerto se fue a tomar por culo. Él incluido.
(Vale, sí, no es muy bueno. Pero a veces salen estas cosas, así, por necesidad.)
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