29 julio 2013

La luna nos vio llover

Empezó a llover y no nos dimos cuenta
hasta que ya estábamos tan empapados
que nos pesaba la ropa más que los huesos.

Daba igual mojarse si era a tu lado.

Corrimos debajo de un portal que no era el mío
ni el tuyo
y yo me quité la camiseta y empecé a escurrirla.
Entonces, no sé por qué, te abalanzaste
(tus labios contra mis labios, tus manos contra mi espalda mojada)
sobre mí y no pude evitar sorprenderme
porque llevabas el pecho mojado
y eso me gustaba demasiado.

No sé, tampoco, por qué de pronto tu camiseta había desaparecido
pero estabas tan guapa con tu sujetador negro
que no podía ni creerlo.

Entonces llegó una vieja y nos echó una bronca
y fue gracioso porque salimos corriendo a la lluvia
y nos olvidamos las camisetas.

Corrimos hasta debajo de un toldo
y estábamos exhaustos y mojados
y tu pelo se te pegaba a la espalda y a la cara
y es que podía haberte bebido allí mismo.
Volviste a besarme con tanta insistencia
que parecía que se iba a acabar el mundo y que quisieras morir en mi boca.

Luego dejó de llover
pero estábamos tan mojados
que sólo pensaba en llevarte a mi cama.
Metiste un pie en un charco ¿te acuerdas?
Tu bailarina se quedó hecha un asco
pero yo me hice el héroe llevándote en brazos el resto del camino
hasta mi casa.

Llevarte encima era como sostener a un ángel.

Lo primero que se te ocurrió al llegar a mi urbanización
fue tirarte a la piscina en ropa interior.
Quise decirte que te salieras
pero tu cuerpo mojado y la noche se llevan muy bien.
Había un hueco entre las nubes por donde surgía un rayo azul.
La luz de la luna te hace demasiado guapa
como para poder contraatacar.

Me lancé contigo. A ti.
El agua era el espacio ideal para nuestros cuerpos.
Ya daba igual despertar a los vecinos.
Nos hicimos noche el uno al otro.
Nos hicimos luna y estrellas.
Y fuimos las nubes que cubrían el cielo.
Y fuimos la lluvia.

No sé cómo acabamos en mi casa
semidesnudos
tocando la guitarra a las siete de la mañana.
Luego hicimos como que dormíamos
entre sábanas, besos y caricias
pero no íbamos a engañarnos.

Fuera oíamos cómo la lluvia golpeaba los cristales
de una habitación donde dos jóvenes se amaban.
Fuera las gotas de agua nos tenían envidia.

Enrique Suanzes

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