Dientes
Hace unos días tuve una pesadilla horrible. Me desperté sobresaltado y empapado en sudor. En el sueño, me engañaba a mí mismo y comía dos lonchas de jamón york. Decía que no pasaba nada, que ese acto no atentaba contra mis ideales vegetarianos. Que, de alguna manera, no estaba comiendo un trozo de animal, sólo un par de lonchas de jamón. Mi cerebro pensaba en ese momento que estaba bien, que todo era lógico y normal, adecuado para mi modo de pensar.
Pero poco después, en el mismo sueño, recuerdo un momento de angustia que me produjo verdadero pavor. Una culpa enorme se cernía sobre mí al darme cuenta de lo que había hecho. Había comido los pedazos del cadáver de un cerdo, de un animal inocente que no había merecido la muerte, sino que la había recibido por el capricho de la raza humana. Yo había participado de esa terrible muerte y mi mente, en el sueño, se moría de arrepentimiento.
Y, entonces, la culpa se convirtió en castigo. Empecé a sentir en el sueño que me faltaban algunos dientes. Era una sensación de lo más realista, como si estuviera completamente despierto y notara el hueco en las encías mientras pasaba la lengua por los pocos dientes que me quedaban. Estaba aterrorizado. Ciertamente pensaba que había perdido los dientes, era el castigo justo por haberme alimentado de la muerte de un animal. Mi cerebro me estaba castigando.
Desperté con un miedo atroz en el cuerpo. Tenía la boca seca y pasé apresuradamente la lengua por mis dientes, creyendo que algunos verdaderamente faltaban. Un sudor frío me recorría todo el cuerpo. Tardé unos segundos en darme cuenta de que había sido todo un sueño, de que no había perdido los dientes, de que no había comido jamón. Pero qué susto. Esa noche ya no conseguí conciliar el sueño. Pero tenía mis dientes, cada uno en su sitio, y era lo único que importaba.
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