25 enero 2014

Underground stories (4)

La semana anterior Stephen había tenido un accidente con su moto, pero no le había pasado nada. La moto acabó destrozada. Por eso, ese lunes decidió ir en Metro a la reunión que tenía con su nuevo editor.
Llevaba el manuscrito de su último libro en su maletín, cerrado con el candado. La verdad es que era bastante maniático y siempre que llevaba encima un manuscrito impreso cerraba el maletín con el viejo candado de llave.
Era un día lluvioso de invierno. Había quedado en las oficinas de la nueva editorial a las diez de la mañana. A las nueve ya estaba entrando en el metro. Llegaría con tiempo. Stephen también era un maniático de la puntualidad.
El edificio central de RockBoots Books estaba situado en pleno centro de la ciudad y Stephen vivía en las afueras, donde se sentía más cómodo para escribir sus novelas. Había estado genial con Bookers TwoHouse, su antigua editorial, hasta que tuvo un lío romántico con su editora. La cosa acabó mal y el contrato editorial llegó a su fin.
Había mandado el manuscrito de su última novela a RockBoots Books y le habían aceptado el libro con algunas condiciones. No en vano, Stephen ya había publicado varios libros con bastante éxito. No es que fuera un autor de renombre, pero era bueno y las cifras lo demostraban.
Y ahí estaba, sentado en un vagón del metro viajando hacia el centro de la ciudad, en un tren atestado de gente que no le prestaban la más mínima atención y a los que él tampoco hacía ningún caso.
Pasaron una, dos, tres y hasta cuatro estaciones antes de que se tuviera que bajar para hacer el primer trasbordo. Bajó, haciéndose hueco entre la gente, y se dirigió hacia las escaleras mecánicas agarrando fuertemente el asa de su maletín en todo momento. Giró a la derecha para ir al andén en el que cogería el segundo tren, que le llevaría hasta la estación más cercana a las oficinas de la editorial.
Al llegar, no se sorprendió al ver que tendría que esperar siete minutos hasta que llegara el siguiente tren. A pesar de ser hora punta un lunes, últimamente era habitual tener que esperar tanto a los trenes debido a los recortes que había impuesto el gobierno sobre el transporte público.
Stephen esperó paciente en el andén, que se fue llenando de gente. Cuando por fin llegó el tren, se formó un caos absoluto entre el bullicio. Muchos intentaban salir de los vagones mientras que los que se agolpaban en el andén les impedían el paso intentando subir al tren. Stephen se hizo un hueco entre la gente y de pronto se encontró en el tren, dirección centro, rodeado de un montón de personas que se apiñaban en el vagón. Agarró fuertemente el asa de su maletín y esperó, de pie, rodeado de gente cuyas vidas desconocía y que podían formar parte de cualquier novela.
Pasaron por varias estaciones. La gente subía y bajaba, pero el vagón cada vez parecía más lleno. La gente estaba apiñada, agarrándose como podían algunos a las barras del techo.
Justo antes de llegar hasta su estación Stephen se fue haciendo hueco sorteando personas para acercarse a la puerta.
-¡Y ella me dijo que no! -escuchó que le decía un joven a otro que estaba a su lado-. ¡Que yo no era su tipo y que sólo podíamos ser amigos!
Stephen siguió escuchando. El tren ya llegaba a la estación en la que debía bajarse.
-Qué zorra -dijo el otro-. Todos sabíamos que le gustabas. No entiendo por qué te dijo eso.
-Porque hay otro, seguro -arguyó el primero-. Ha debido conocer a uno en el club ese al que va. ¡Bah, que se quede con sus caballos!
"¿Caballos?", se preguntó Stephen. De pronto, alzó la cabeza y vio que el tren ya había parado y que habían bajado algunas personas y otras estaban entrando. Se echó a un lado para dejar pasar a una señora mayor que entraba y dio una zancada hacia la puerta, que empezaba a cerrarse. Consiguió salir en el último instante, pero se dio cuenta de que se le había escurrido el maletín. Se había quedado dentro del tren. Con su manuscrito.
Para siempre.

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